Por mucho tiempo, a las mujeres se les ha enseñado que el amor —especialmente el que proviene de un “buen hombre”— es la respuesta a todas las preguntas que les inquietan. Desde niñas, absorbemos cuentos donde el príncipe llega para rescatar, corregir, proteger. Y aunque esos relatos están envueltos en dulzura y romanticismo, muchas veces siembran la idea de que nuestra plenitud está afuera: en otra persona, en una unión que lo solucionará todo.
Con los años, esa narrativa se transforma en presión. Amigos, familiares, incluso la sociedad misma, insinúan que para ser “completa” debes estar con alguien. Que los logros individuales, por valiosos que sean, no tienen la misma resonancia si no hay una pareja con quien compartirlos. Así, muchas mujeres —algunas muy jóvenes, otras sintiéndose ya “quedadas”— toman decisiones emocionales apresuradas: eligen a alguien que no desean por miedo a quedarse solas, por inercia o por complacer expectativas ajenas.
Y luego viene el matrimonio. Ese contrato emocional y legal que se presume eterno, pero que no siempre refleja una conexión verdadera. Porque estar casada no garantiza felicidad, y menos si el matrimonio fue construido desde la inseguridad, la necesidad o el deseo de llenar vacíos que solo el autoconocimiento puede colmar.
“La elección de pareja constituye una de las etapas más importantes dentro del desarrollo psicosocial del individuo. Esta debería ocurrir justo después de haberse formado la identidad, por lo que se considera el momento ideal para reconocer quién podría ser nuestro compañero de vida. Eso sería lo ideal, pero no sucede así en un gran porcentaje de los casos”, comenta la psicóloga Pamela Urista, egresada de la Universidad Autónoma de la Laguna. “No siempre se logra intimar —y me refiero a una intimidad emocional— con la primera persona que escogemos para relacionarnos, y eso, en ocasiones, puede ser frustrante para el individuo. Es aquí donde la presión social ejerce su poder: la expectativa de que, a cierta edad, ya deberíamos haber definido con quién pasaremos el resto de nuestros días, solo crea una visión falsa de lo que debería ser un matrimonio. Esto puede llevar incluso a una anulación del yo, con tal de satisfacer al otro y al entorno. Como resultado, se genera un ciclo vicioso de insatisfacción personal que, con el tiempo, solo traerá infelicidad.”
La infelicidad dentro del matrimonio es un tema más común de lo que se dice en voz alta. Muchas mujeres la viven en silencio, preguntándose por qué, si tienen “todo para ser felices”, sienten que su luz se apaga poco a poco. La respuesta no siempre es simple, pero en el fondo suele estar relacionada con una renuncia: a los sueños, a la libertad, a la identidad.
Cuando una mujer elige pareja desde un lugar de urgencia o dependencia emocional, tiende a moldearse a lo que el otro necesita. Deja de escucharse. Adopta hábitos, ideas o aspiraciones que no son suyas. Y, en esa entrega, va perdiendo la claridad de quién era antes de ser “la esposa de”.
Por eso es tan importante hablar de lo que significa escoger pareja desde la madurez emocional. Esa que se alcanza con el tiempo, con las caídas, con las decisiones tomadas desde el deseo real y no desde la obligación. Porque cuando una mujer elige desde un lugar genuino —cuando sabe quién es y lo que quiere—, no busca que alguien la salve: busca compartir el camino.
“Casarse nunca ha sido el problema. La idea o concepción que tenemos del matrimonio, sí. En nuestra cultura, es común que desde niñas se nos introyecte la idea de casarnos con el príncipe azul, vestir de blanco y vivir felices para siempre. Lo que sucede es que muchas se casan con la idea, y tratar de rescatar algo que nunca existió distorsiona, por sí solo, la realidad del individuo y, por ende, su identidad, al grado de que llega a ser imposible reconocerse.”, resalta la licenciada en psicología.
Elegir más tarde no es fracasar. Al contrario: puede ser el acto más valiente de amor propio. Significa que decidiste no conformarte. Que no cediste a las presiones sociales. Que entendiste que la soledad no es sinónimo de vacío, sino un espacio fértil para crecer. Porque una mujer que se conoce, se honra. Y quien se honra, no entrega su vida por miedo, sino que la comparte desde la libertad.
Hoy, muchas están despertando de relaciones en las que se sintieron pequeñas, relegadas, ignoradas. Rompen con años de costumbre para reencontrarse. Otras, en cambio, están decidiendo esperar. No por miedo, sino porque saben que no vale la pena compartir la vida con alguien si eso implica apagar su propia voz.
“¿Cómo elegir pareja? Elegimos después de habernos conocido a nosotras mismas. Es necesario un proceso de autodescubrimiento para poder identificar qué queremos y qué esperamos de una relación.”, comenta nuestra experta en psicología. “La falta de comunicación y las expectativas siempre serán enemigos en cualquier vínculo. Volverse a reconocer implica, inevitablemente, tomar distancia de aquello que nos hiere, hacer una profunda introspección y, por supuesto, darnos tiempo.”
La idea del matrimonio debería replantearse. No como una meta obligatoria, sino como una posibilidad entre muchas. Un espacio de construcción compartida, no de anulación personal. Un lugar donde dos individuos enteros deciden caminar juntos, sin perderse en el intento.
Ser feliz no debería depender de llevar un anillo en la mano, sino de reconocerse entera sin necesidad de otro. Y si luego llega alguien con quien compartir el viaje —desde la admiración, la libertad y la autenticidad—, entonces que ese amor sea un regalo, no una necesidad.





Por mucho tiempo, a las mujeres se les ha enseñado que el amor —especialmente el que proviene de un “buen hombre”— es la respuesta a todas las preguntas que les inquietan. Desde niñas, absorbemos cuentos donde el príncipe llega para rescatar, corregir, proteger. Y aunque esos relatos están envueltos en dulzura y romanticismo, muchas veces siembran la idea de que nuestra plenitud está afuera: en otra persona, en una unión que lo solucionará todo.
Con los años, esa narrativa se transforma en presión. Amigos, familiares, incluso la sociedad misma, insinúan que para ser “completa” debes estar con alguien. Que los logros individuales, por valiosos que sean, no tienen la misma resonancia si no hay una pareja con quien compartirlos. Así, muchas mujeres —algunas muy jóvenes, otras sintiéndose ya “quedadas”— toman decisiones emocionales apresuradas: eligen a alguien que no desean por miedo a quedarse solas, por inercia o por complacer expectativas ajenas.
Y luego viene el matrimonio. Ese contrato emocional y legal que se presume eterno, pero que no siempre refleja una conexión verdadera. Porque estar casada no garantiza felicidad, y menos si el matrimonio fue construido desde la inseguridad, la necesidad o el deseo de llenar vacíos que solo el autoconocimiento puede colmar.
“La elección de pareja constituye una de las etapas más importantes dentro del desarrollo psicosocial del individuo. Esta debería ocurrir justo después de haberse formado la identidad, por lo que se considera el momento ideal para reconocer quién podría ser nuestro compañero de vida. Eso sería lo ideal, pero no sucede así en un gran porcentaje de los casos”, comenta la psicóloga Pamela Urista, egresada de la Universidad Autónoma de la Laguna. “No siempre se logra intimar —y me refiero a una intimidad emocional— con la primera persona que escogemos para relacionarnos, y eso, en ocasiones, puede ser frustrante para el individuo. Es aquí donde la presión social ejerce su poder: la expectativa de que, a cierta edad, ya deberíamos haber definido con quién pasaremos el resto de nuestros días, solo crea una visión falsa de lo que debería ser un matrimonio. Esto puede llevar incluso a una anulación del yo, con tal de satisfacer al otro y al entorno. Como resultado, se genera un ciclo vicioso de insatisfacción personal que, con el tiempo, solo traerá infelicidad.”
La infelicidad dentro del matrimonio es un tema más común de lo que se dice en voz alta. Muchas mujeres la viven en silencio, preguntándose por qué, si tienen “todo para ser felices”, sienten que su luz se apaga poco a poco. La respuesta no siempre es simple, pero en el fondo suele estar relacionada con una renuncia: a los sueños, a la libertad, a la identidad.
Cuando una mujer elige pareja desde un lugar de urgencia o dependencia emocional, tiende a moldearse a lo que el otro necesita. Deja de escucharse. Adopta hábitos, ideas o aspiraciones que no son suyas. Y, en esa entrega, va perdiendo la claridad de quién era antes de ser “la esposa de”.
Por eso es tan importante hablar de lo que significa escoger pareja desde la madurez emocional. Esa que se alcanza con el tiempo, con las caídas, con las decisiones tomadas desde el deseo real y no desde la obligación. Porque cuando una mujer elige desde un lugar genuino —cuando sabe quién es y lo que quiere—, no busca que alguien la salve: busca compartir el camino.
“Casarse nunca ha sido el problema. La idea o concepción que tenemos del matrimonio, sí. En nuestra cultura, es común que desde niñas se nos introyecte la idea de casarnos con el príncipe azul, vestir de blanco y vivir felices para siempre. Lo que sucede es que muchas se casan con la idea, y tratar de rescatar algo que nunca existió distorsiona, por sí solo, la realidad del individuo y, por ende, su identidad, al grado de que llega a ser imposible reconocerse.”, resalta la licenciada en psicología.
Elegir más tarde no es fracasar. Al contrario: puede ser el acto más valiente de amor propio. Significa que decidiste no conformarte. Que no cediste a las presiones sociales. Que entendiste que la soledad no es sinónimo de vacío, sino un espacio fértil para crecer. Porque una mujer que se conoce, se honra. Y quien se honra, no entrega su vida por miedo, sino que la comparte desde la libertad.
Hoy, muchas están despertando de relaciones en las que se sintieron pequeñas, relegadas, ignoradas. Rompen con años de costumbre para reencontrarse. Otras, en cambio, están decidiendo esperar. No por miedo, sino porque saben que no vale la pena compartir la vida con alguien si eso implica apagar su propia voz.
“¿Cómo elegir pareja? Elegimos después de habernos conocido a nosotras mismas. Es necesario un proceso de autodescubrimiento para poder identificar qué queremos y qué esperamos de una relación.”, comenta nuestra experta en psicología. “La falta de comunicación y las expectativas siempre serán enemigos en cualquier vínculo. Volverse a reconocer implica, inevitablemente, tomar distancia de aquello que nos hiere, hacer una profunda introspección y, por supuesto, darnos tiempo.”
La idea del matrimonio debería replantearse. No como una meta obligatoria, sino como una posibilidad entre muchas. Un espacio de construcción compartida, no de anulación personal. Un lugar donde dos individuos enteros deciden caminar juntos, sin perderse en el intento.
Ser feliz no debería depender de llevar un anillo en la mano, sino de reconocerse entera sin necesidad de otro. Y si luego llega alguien con quien compartir el viaje —desde la admiración, la libertad y la autenticidad—, entonces que ese amor sea un regalo, no una necesidad.