En el corazón de muchas conversaciones sobre identidad mexicana persiste una herida histórica que, aunque sutil, continúa moldeando nuestras dinámicas sociales, culturales y emocionales: el síndrome del conquistado. No es un término médico ni un diagnóstico oficial, pero es una idea poderosa que describe una actitud interiorizada por generaciones, en la que se percibe lo extranjero como superior y lo propio como insuficiente. Esta visión distorsionada no solo afecta cómo nos relacionamos con el exterior, sino también cómo nos tratamos entre nosotros.
Últimamente he notado una tendencia creciente en TikTok, particularmente dentro del ámbito femenino, que me ha hecho reflexionar. Como si se tratara de razas de perros o productos con denominación de origen, muchas mujeres presumen a sus parejas extranjeras ante el público digital destacando, sobre todo, su nacionalidad. Abundan los videos que comienzan con frases como: “Cocinando con mi novio alemán”, “Así conseguí a mi esposo inglés” o “Viviendo con mi prometido francés”. No se trata solo de compartir la dinámica de una relación, sino de enaltecer —de forma casi fetichista— el pasaporte, el idioma o la cultura del otro como un valor añadido a la experiencia amorosa.
Esta narrativa, aunque disfrazada de amor y estilo de vida, revela algo más profundo: una herencia cultural no resuelta. Una interiorización del malinchismo moderno donde lo extranjero no solo es diferente, sino mejor. Detrás de esos videos, muchas veces se esconde la idea de que un novio europeo garantiza estatus, cultura, refinamiento… incluso salvación. ¿Por qué nos sentimos más validadas como mujeres si nuestra pareja es “de allá”? ¿Por qué buscamos aprobación a través de la extranjería como si la relación, por sí sola, no bastara?
“México es un país con historia, pero una historia mal contada, en la que incluso se idolatra al extranjero, al conquistador, al descubridor. México, desde sus orígenes, ha sido segregado por su raza, su lengua y su cultura. Nos han enseñado lo contrario toda la vida: a venerar a quienes históricamente nos han pisoteado. Nuestro valor viene marcado por sombras y huellas de dolor. Es urgente una reeducación”, nos comenta Pamela Urista, egresada de la licenciatura en psicología de la Universidad Autónoma de la Laguna “Este es un tema sensible, porque socialmente, la identidad mexicana termina siendo una construcción basada en etiquetas y prejuicios impuestos por extranjeros —y por aquellos que, dentro del país, creen ser ajenos a sus propias raíces”.
No se trata de juzgar el amor entre personas de diferentes nacionalidades, sino de cuestionar qué papel juega ese status extranjero en nuestra identidad y en la percepción que queremos proyectar. ¿Es amor o una estrategia inconsciente de validación social? ¿Es compañía o una forma de pertenecer a un mundo que aún sentimos ajeno?
Desde la llegada de los conquistadores españoles, la narrativa en México —y en muchas partes de América Latina— ha sido moldeada por una jerarquía impuesta: los colonizadores eran los civilizados, los indígenas los bárbaros. Aunque han pasado más de 500 años, ese pensamiento aún resuena en muchas formas sutiles y dañinas.
El llamado “malinchismo”, término que proviene del personaje histórico de La Malinche —intérprete y compañera de Hernán Cortés—, ha sido usado para describir la traición, la preferencia por lo extranjero sobre lo nacional. Sin embargo, el problema no está en admirar culturas ajenas, sino en despreciar la propia, y en aceptar con pasividad o incluso gratitud el maltrato de quienes vienen de fuera, como si aún viviéramos bajo el yugo colonial.
Este síndrome del conquistado se manifiesta en múltiples escenarios: desde un trato preferencial a personas extranjeras en hoteles y restaurantes, hasta la creencia de que un acento extranjero significa automáticamente más autoridad o inteligencia. Lo vemos también en cómo algunas marcas buscan validación global antes de ser valoradas en casa, o cómo muchas personas sienten que su estatus mejora solo por tener una pareja extranjera.
Y más grave aún: este patrón ha hecho que incluso entre mexicanos haya discriminación. Se idealiza la piel clara, el apellido europeo, el dominio del inglés; se margina lo indígena, lo rural, lo popular. Se valora más lo importado que lo hecho en México. Esto, en esencia, es una forma de auto-desprecio heredado.
Este fenómeno tiene repercusiones profundas en la salud emocional y la construcción de identidad. Si desde pequeños aprendemos que lo nuestro “no es suficiente”, que hablar con cierto acento o venir de cierta región es motivo de burla, estamos interiorizando un rechazo a nuestra propia historia y esencia. Vivimos con la presión constante de querer “parecer” o “ser” algo más: más europeos, más americanos, más cosmopolitas. Nunca simplemente mexicanos.
Cambiar este aprendizaje es difícil, pero, ¿cómo podemos trabajar desde la psicología individual y social para desaprender el malinchismo y fortalecer una identidad cultural más sana y orgullosa? “Es un sueño lo que se plantea, pero no es imposible. La educación es la única herramienta que poseemos en primera instancia. Reeducar se vuelve esencial. Necesitamos acceso a una literatura veraz, impulsar desde la individualidad el deseo de erradicar la ignorancia y fomentar la cultura. También hace falta contar con líderes que nos guíen por ese camino. Es, sin duda, un trabajo de muchas generaciones, pero cada paso consciente suma a una transformación profunda”, nos dice la egresada de la licenciatura en psicología.
Esta necesidad de validación externa también nos hace vulnerables al maltrato disfrazado de admiración. Personas extranjeras que fetichizan nuestra cultura mientras denigran nuestras costumbres; empresas multinacionales que pagan menos a trabajadores locales; y turistas que se sienten con derecho a exigir sin respeto, sabiendo que serán atendidos con servilismo. Todo esto se sostiene porque, en el fondo, muchos aún creemos que ser elegido por lo extranjero es un privilegio, aunque venga acompañado de abuso.
Pero este patrón no es irreversible. Romper el síndrome del conquistado implica un proceso de reeducación cultural y emocional. Se trata de reconocer el valor de lo propio sin necesidad de rechazar lo ajeno. De encontrar orgullo en nuestras raíces, nuestra diversidad y nuestra historia sin edulcorarla ni minimizarla.
Significa también denunciar y resistir los actos de discriminación, incluso —y sobre todo— los que ocurren entre nosotros mismos. Implica revalorizar el trabajo, el talento y la identidad mexicana desde adentro, no solo cuando recibe un premio en el extranjero.
Hoy más que nunca, en un mundo hiperconectado y globalizado, tener una identidad sólida es una forma de resistencia. No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse con seguridad, sabiendo que no hay inferioridad en ser mexicano, que nuestra historia no es una carga, sino una fuente inagotable de riqueza cultural.
El síndrome del conquistado no tiene por qué definirnos. Podemos, con conciencia y acción, cambiar la narrativa. Y quizás algún día, en lugar de aceptar con resignación el desprecio de afuera, nos atrevamos a exigir respeto —empezando por nosotros mismos.






En el corazón de muchas conversaciones sobre identidad mexicana persiste una herida histórica que, aunque sutil, continúa moldeando nuestras dinámicas sociales, culturales y emocionales: el síndrome del conquistado. No es un término médico ni un diagnóstico oficial, pero es una idea poderosa que describe una actitud interiorizada por generaciones, en la que se percibe lo extranjero como superior y lo propio como insuficiente. Esta visión distorsionada no solo afecta cómo nos relacionamos con el exterior, sino también cómo nos tratamos entre nosotros.
Últimamente he notado una tendencia creciente en TikTok, particularmente dentro del ámbito femenino, que me ha hecho reflexionar. Como si se tratara de razas de perros o productos con denominación de origen, muchas mujeres presumen a sus parejas extranjeras ante el público digital destacando, sobre todo, su nacionalidad. Abundan los videos que comienzan con frases como: “Cocinando con mi novio alemán”, “Así conseguí a mi esposo inglés” o “Viviendo con mi prometido francés”. No se trata solo de compartir la dinámica de una relación, sino de enaltecer —de forma casi fetichista— el pasaporte, el idioma o la cultura del otro como un valor añadido a la experiencia amorosa.
Esta narrativa, aunque disfrazada de amor y estilo de vida, revela algo más profundo: una herencia cultural no resuelta. Una interiorización del malinchismo moderno donde lo extranjero no solo es diferente, sino mejor. Detrás de esos videos, muchas veces se esconde la idea de que un novio europeo garantiza estatus, cultura, refinamiento… incluso salvación. ¿Por qué nos sentimos más validadas como mujeres si nuestra pareja es “de allá”? ¿Por qué buscamos aprobación a través de la extranjería como si la relación, por sí sola, no bastara?
“México es un país con historia, pero una historia mal contada, en la que incluso se idolatra al extranjero, al conquistador, al descubridor. México, desde sus orígenes, ha sido segregado por su raza, su lengua y su cultura. Nos han enseñado lo contrario toda la vida: a venerar a quienes históricamente nos han pisoteado. Nuestro valor viene marcado por sombras y huellas de dolor. Es urgente una reeducación”, nos comenta Pamela Urista, egresada de la licenciatura en psicología de la Universidad Autónoma de la Laguna “Este es un tema sensible, porque socialmente, la identidad mexicana termina siendo una construcción basada en etiquetas y prejuicios impuestos por extranjeros —y por aquellos que, dentro del país, creen ser ajenos a sus propias raíces”.
No se trata de juzgar el amor entre personas de diferentes nacionalidades, sino de cuestionar qué papel juega ese status extranjero en nuestra identidad y en la percepción que queremos proyectar. ¿Es amor o una estrategia inconsciente de validación social? ¿Es compañía o una forma de pertenecer a un mundo que aún sentimos ajeno?
Desde la llegada de los conquistadores españoles, la narrativa en México —y en muchas partes de América Latina— ha sido moldeada por una jerarquía impuesta: los colonizadores eran los civilizados, los indígenas los bárbaros. Aunque han pasado más de 500 años, ese pensamiento aún resuena en muchas formas sutiles y dañinas.
El llamado “malinchismo”, término que proviene del personaje histórico de La Malinche —intérprete y compañera de Hernán Cortés—, ha sido usado para describir la traición, la preferencia por lo extranjero sobre lo nacional. Sin embargo, el problema no está en admirar culturas ajenas, sino en despreciar la propia, y en aceptar con pasividad o incluso gratitud el maltrato de quienes vienen de fuera, como si aún viviéramos bajo el yugo colonial.
Este síndrome del conquistado se manifiesta en múltiples escenarios: desde un trato preferencial a personas extranjeras en hoteles y restaurantes, hasta la creencia de que un acento extranjero significa automáticamente más autoridad o inteligencia. Lo vemos también en cómo algunas marcas buscan validación global antes de ser valoradas en casa, o cómo muchas personas sienten que su estatus mejora solo por tener una pareja extranjera.
Y más grave aún: este patrón ha hecho que incluso entre mexicanos haya discriminación. Se idealiza la piel clara, el apellido europeo, el dominio del inglés; se margina lo indígena, lo rural, lo popular. Se valora más lo importado que lo hecho en México. Esto, en esencia, es una forma de auto-desprecio heredado.
Este fenómeno tiene repercusiones profundas en la salud emocional y la construcción de identidad. Si desde pequeños aprendemos que lo nuestro “no es suficiente”, que hablar con cierto acento o venir de cierta región es motivo de burla, estamos interiorizando un rechazo a nuestra propia historia y esencia. Vivimos con la presión constante de querer “parecer” o “ser” algo más: más europeos, más americanos, más cosmopolitas. Nunca simplemente mexicanos.
Cambiar este aprendizaje es difícil, pero, ¿cómo podemos trabajar desde la psicología individual y social para desaprender el malinchismo y fortalecer una identidad cultural más sana y orgullosa? “Es un sueño lo que se plantea, pero no es imposible. La educación es la única herramienta que poseemos en primera instancia. Reeducar se vuelve esencial. Necesitamos acceso a una literatura veraz, impulsar desde la individualidad el deseo de erradicar la ignorancia y fomentar la cultura. También hace falta contar con líderes que nos guíen por ese camino. Es, sin duda, un trabajo de muchas generaciones, pero cada paso consciente suma a una transformación profunda”, nos dice la egresada de la licenciatura en psicología.
Esta necesidad de validación externa también nos hace vulnerables al maltrato disfrazado de admiración. Personas extranjeras que fetichizan nuestra cultura mientras denigran nuestras costumbres; empresas multinacionales que pagan menos a trabajadores locales; y turistas que se sienten con derecho a exigir sin respeto, sabiendo que serán atendidos con servilismo. Todo esto se sostiene porque, en el fondo, muchos aún creemos que ser elegido por lo extranjero es un privilegio, aunque venga acompañado de abuso.
Pero este patrón no es irreversible. Romper el síndrome del conquistado implica un proceso de reeducación cultural y emocional. Se trata de reconocer el valor de lo propio sin necesidad de rechazar lo ajeno. De encontrar orgullo en nuestras raíces, nuestra diversidad y nuestra historia sin edulcorarla ni minimizarla.
Significa también denunciar y resistir los actos de discriminación, incluso —y sobre todo— los que ocurren entre nosotros mismos. Implica revalorizar el trabajo, el talento y la identidad mexicana desde adentro, no solo cuando recibe un premio en el extranjero.
Hoy más que nunca, en un mundo hiperconectado y globalizado, tener una identidad sólida es una forma de resistencia. No se trata de cerrarse al mundo, sino de abrirse con seguridad, sabiendo que no hay inferioridad en ser mexicano, que nuestra historia no es una carga, sino una fuente inagotable de riqueza cultural.
El síndrome del conquistado no tiene por qué definirnos. Podemos, con conciencia y acción, cambiar la narrativa. Y quizás algún día, en lugar de aceptar con resignación el desprecio de afuera, nos atrevamos a exigir respeto —empezando por nosotros mismos.